domingo, 23 de agosto de 2015

23 de agosto de 1936, Matanza de Huesca.

La mayor tragedia en la historia de Huesca
 

El día 23 de agosto de 1936, hace setenta y ocho años.

 (artículo publicado en el Diario del AltoAragón el 23 de agosto de 2014), se consumó en Huesca la mayor tragedia de su historia contemporánea: al menos noventa y cinco personas fueron fusiladas en la tapia de cementerio municipal en la carretera de Zaragoza. El primer camión cargado de republicanos salía de la cárcel de la plaza de San Victorián, hoy de Concepción Arenal, hacia el mediodía, los últimos presos eran conducidos cuando se ponía el sol. Muchos de ellos habían sufrido brutales palizas de sus carceleros fascistas. Iban maniatados con alambres de dos en dos, vigilados por guardias civiles y falangistas que habían retirado los toldos de la caja del vehículo para que toda la ciudad contemplara el cortejo de muerte. Cumplía un doble objetivo el espectáculo, de una parte extender el terror hasta más allá de lo imaginable; de otra, inflamar el espíritu patriótico de los que apoyaban el levantamiento, haciendo ostentación de un poder ilimitado y devastador. Desde algunos balcones aplaudían al trágico convoy. 

En una población como la de Huesca en 1936, de apenas dieciséis mil habitantes, asesinar a casi un centenar significaba que en todas las familias, gremios, barrios, vecindades o relaciones de cualquier índole, había un nombre, de hombre o de mujer, que no debía ser pronunciado jamás. En enero de 1945, cuando se consumó la última pena de muerte tras un consejo de guerra, casi quinientos cincuenta nombres habían sido borrados de la faz de la tierra. El franquismo se cobró un terrible tributo en sangre en esta ciudad que todavía no es capaz de honrar a estos muertos como merecen.

¿Qué había ocurrido el 23 de agosto para que tuviera lugar semejante masacre? Amén del irrespirable ambiente cuartelero instalado tras la imposición del golpe de Estado en Huesca, que había llenado de detenidos la prisión y aún otros recintos como el instituto, hoy museo provincial, circunstancias de oportunidad política y militar determinaron la injustificable matanza contra ciudadanos perseguidos por sus ideas y a los que no se dio ninguna posibilidad de defensa.

El domingo 23, aviones republicanos bombardearon la ciudad a media mañana. Murieron dos personas, Ramona Gago Rebollar, de 49 años, alcanzada por la metralla cuando cerraba una ventana en su casa de la calle Doña Petronila, y el maestro de 29 años Martín Larrosa, que trasladó a un herido hasta el Hospital Provincial cuando cayó una bomba que acabó con su vida y causó algunos destrozos en las escaleras de acceso. El destino inclemente se la tenía jurada a Larrosa, miembro conocido de Izquierda Republicana, que hasta el momento se había librado de su detención y probablemente de la muerte ante el pelotón de fusilamiento. También el camillero de la Cruz Roja Gabriel Torres resultó herido por las bombas lanzadas por la “horda”, como señalan los partes de guerra.

La indignación ante el alevoso ataque aéreo fue mayúscula. La Falange local, miembros del partido ultranacionalista Acción Ciudadana y reconocidos clérigos capitaneados por el obispo Lino Rodrigo Ruesca, organizaron una gran manifestación por las calles céntricas congregando a la ciudadana bajo la consigna “¡mueran los cobardes antipatriotas!”. Manifestación que concluyó ante la Comandancia Militar con una exigencia unánime lanzada a voz en grito: “¡Represalias!”. El comandante de la plaza, el sanguinario Luis Soláns, se dirigió a los congregados desde el balcón principal para anunciar que “no sería remiso en la aplicación de la justicia –leemos en el periódico local– a los causantes del desastre nacional, entendiendo por tales a los envenenadores del pueblo”. Y lo cumplió a pies juntillas, del modo que un articulista del mismo diario exigía en su columna: “Frente a un tigre el mejor discurso es un buen rifle; frente a los facinerosos de Companys no hay mejor pieza oratoria que un fusil al servicio de un corazón bien templado”.

Fusiles, pistolas e incluso cuchillos de matarife sirvieron a Soláns en su ejemplar empeño por hacer justicia. Los enterradores, a las órdenes de Carlos Casales, conserje del cementerio, no daban abasto cavando zanjas en el denominado cuadro 15, al lado del recinto civil en el que reposan los restos de Fermín Galán. El suboficial de la Cruz Roja Mariano Ballesteros Risco, testigo de los fusilamientos junto a sus subalternos Manuel y Luis Gracia, tomaba nota de los que iban cayendo, muchos de ellos vecinos, amigos o incluso parientes que rogaban por su vida hasta el último aliento. El médico forense Amado Millaruelo, que moriría en un bombardeo en mayo de 1937, también anotaba los nombres de los “facinerosos de Companys” que a lo largo de la sangrienta jornada eran fusilados y rematados en la tapia oeste del camposanto. Carlos Casales hizo un amago de concluir su jornada antes de las últimas descargas y a punto estuvo de ser pasado él mismo por las armas.
Entre los asesinados había algunos vecinos de Almudévar, Angüés o Ayerbe, detenidos tras la sublevación militar al venir a Huesca para exigir armas con que defender al Gobierno legítimo, pero la mayoría eran oscenses de cualquier clase social y procedencia política: Jornaleros, panaderos, comerciantes, abogados, albañiles, maestros, médicos, empleados de banca… también mujeres, seis al menos, entre las que se encontraban las hermanas Rafaela y Victoria Barrabés, de 20 y 21 años, respectivamente, detenidas por la gente de orden al no hallar en casa a sus dos hermanos anarquistas. Y Conchita Monrás, viuda ya de Ramón Acín asesinado pocos días antes.
La muerte inicua, la aniquilación social, la jactancia chulesca de los matones falangistas, el odio en estado puro, trajeron también el silencio, un pesado y denso muro tras el que quedaron sepultados los nombres de las víctimas. Hasta hace muy poco tiempo y tras arduas investigaciones no hemos podido determinar dónde se materializaron las inhumaciones el aciago 23 de agosto, el día que la violencia se elevó a la categoría de exaltación. Tampoco podemos precisar todavía en qué lugar yacen otro centenar de represaliados en los dos últimos días del mes, ello a pesar de realizar decenas de entrevistas con familiares y allegados. ¿Por qué tan inexplicable desconocimiento sobre la memoria de los muertos? Por el miedo intenso que impregnó hasta el último resquicio, por la amenaza constante y por una represión fatal y duradera.
¿Pasar página para tranquilidad de equidistantes, cómplices y abonados a la amnesia colectiva? Antes habrá que escribir en ella todos los nombres.
Víctor Pardo Lancina

1 comentario:

  1. Cansino siempre con lo mismo , cambiate el chip pesado tanto muerto tanto muerto a quien le importa ya eso no te jode.

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