Por Carlos Carabaña
19 enero, 2015
Remunicipalización versus privatización
Los
últimos 30 años han sido una fiesta loca para el capitalismo y el
neoliberalismo. El fin de las regulaciones, de la historia y de la Unión
Soviética… parecía que iba a provocar que todo el monte fuese orégano
y, entre otras tropelías, lo que comenzó fue un movimiento para que
cientos de empresas públicas pasaran a manos privadas. Entre ellas, las
energéticas y de abastecimiento de agua, dos servicios fundamentales
que, al ser gestionados por organizaciones con ánimo de lucro, suelen
afectar negativamente. Al menos, cuando esto se mira desde el punto de
vista de la calidad de las infraestructuras y el bolsillo de los
consumidores en lugar de las acciones de las empresas.
España es
un ejemplo perfecto. La generación y los clientes finales de energía
eléctrica están en manos del oligopolio de las cinco grandes —Iberdrola,
Gas Natural Fenosa, Endesa, EDP y E.ON— con la distribución de alta
tensión, siendo la única parte del proceso donde el Estado mantiene el
control con Red Eléctrica de España. Alrededor del 60 % del suministro
de agua a los ciudadanos es privado, principalmente en manos de Aguas de
Barcelona y FCC/Aqualia, históricamente vinculada a la familia
Koplowitz y que recientemente ha vendido el control al tercer hombre más
rico del mundo, el mexicano Carlos Slim.
Este proceso ha encarecido al consumidor final la electricidad en un 78
% durante la última década y el agua, un 25 % en los últimos cinco
años, según las asociaciones FACUA y OCU.
Puede parecer un
proceso irreversible que deja en manos de empresas privadas la
hidratación y la energía eléctrica, pero hay una pequeña tendencia
global a recuperar el agua y la luz para los ciudadanos. Responde al
impronunciable nombre de remunicipalización.
En
Alemania, sumida en un cambio energético acelerado por el desastre de
Fukushima y la promesa de Merkel de cerrar toda central nuclear del
país, en los últimos siete años 170 municipios han recobrado el control
de su red eléctrica. En el resto del planeta, tanto en los países del
primer mundo como en los de en vías de desarrollo, más de 180 ciudades
han recuperado su servicio de abastecimiento de agua desde el año 2000.
Berlín, la capital de la nación, es un laboratorio con las dos caras, el
éxito y el fracaso, de este proceso.
Desde mediados de los 90, el agua y la energía eléctrica pasaron a ser gestionadas por empresas privadas mediante el modelo public-private-partnership
o PPP, una asociación que asegura grandes ventajas fiscales al mantener
un estatus público, pero que permite operaciones con un enfoque
fuertemente comercial. Así, en 1994, el Berliner Wasserbetriebe
se abrió al capital privado y cinco años después RWE Aqua Ltd y Vivendi
Environment, tras pagar 1.690 millones de euros, habían adquirido el
49,9 % de la compañía. El proceso de privatización del suministro
eléctrico comenzó en el 96 y, tras una compañía estadounidense, se hizo
con el control la multinacional sueca Vattenfall.
Como en la
mayoría de los casos, las promesas hechas durante la negociación de los
contratos no se cumplieron. Si la inversión en infraestructuras de agua
fue de 1.176 millones de euros entre 1997 y 1999, cayó a 944 millones
entre los años 2000 y 2002. La calidad bajó y los precios, tras un
periodo de estabilidad referido en el contrato hasta 2003, se
encarecieron un 30 % en menos de cinco años. En ese momento, la
coalición de asociaciones BerlinerWasserTisch decidió comenzar el
complicado proceso de convocar un referéndum (febrero de 2011) en el que
666.000 berlineses votaron a favor de recuperar el control de su suministro de agua comprando de nuevo el 49,9 % de la empresa con un coste de más de 1.000 millones de euros.
En un laberíntico edificio del antiguo barrio okupa
de Preznlauer Berg, está la sede de la BerlinerEnergieTisch, otra
coalición pero de ONG dedicadas al tema energético. Uno de sus
portavoces, Stefan Taschner, cuenta que, tras ver «el éxito de la
votación para recuperar el control del agua», decidieron «por qué no
intentarlo con el sector de la energía». En su oficina, de techos
altísimos y que comparte con otras organizaciones, todo parece
relativamente precario. La moqueta es oscura, con puntos blancos. Hay
una mesa para comer y una zona que recuerda a una salita de estar donde
Taschner, alto, 45 años, coleta, gafas de pasta y pendiente de
brillantito, cuenta la historia de su fracaso.
«El contrato de
cesión acababa este 2014 y pensamos que era el momento de hacer algo»,
empieza. «Como comenzamos justo tras las últimas elecciones locales de
Berlín [de 2011] en las que parecía que iba a haber una coalición entre
los socialistas y los verdes [dos formaciones técnicamente a favor de
este tipo de procesos], decidimos presionar un poco para hacer que se
introdujera en el contrato de acuerdo algunas cosas básicas sobre este
asunto». Pero el alcalde Klaus Wowereit,
del SPD, les dio la sorpresa y se alió con los conservadores de la CDU,
que en el caso de Berlín son «terriblemente liberales». Al ver que
haciendo lobby no iban a ningún lado, pensaron que la mejor manera era preguntar al pueblo.
«Un
referéndum no es algo que se puede organizar en un fin de semana»,
comienza advirtiendo. A ellos les costó tres años y 40.000 euros, sin
contar el trabajo sin remunerar de los 40 activistas ‘ultramotivados’ y
las 2.400 personas que participaron de una u otra manera. En Berlín, el
proceso consta de tres pasos. Primero, «para mostrar que tienes apoyo
popular», hay que recoger 20.000 firmas en la calle, con un formulario
muy completo, en seis meses. Luego, se debe repetir el proceso con otras
180.000 firmas, «lo que significa que necesitas 200.000, ya que siempre
hay algunas que se invalidan», en 120 días.
A su favor estaba el
hecho de que su ‘enemigo’, Vattenfall, no es una compañía muy popular en
Alemania tanto por el nacionalismo —«no creo que a nadie en Estocolmo
le importe la gente de Berlín»— como por su política energética de
resistencia contra las renovables —solo un 1,4 % de la energía que se
usa en la ciudad tiene este origen—, con una parte importante de su
generación eléctrica basada en el lignito, la nuclear y el gas natural,
sumado a sus «cortes de luz a 20.000 casas berlinesas en 2013».
«Fue
muy duro; por eso es tan importante tener una base de gente dispuesta a
echarte una mano». Luego, por fin, llega el día de la votación, cuya
selección es crucial, ya que para que el referéndum se apruebe no basta
con sacar mayoría de síes, sino que debe ser como mínimo el 25 % del
censo electoral —en el caso de Berlín, 620.000 votos—. Trataron de
hacerlo coincidir, sin éxito, con las elecciones federales del 22 de
septiembre de 2013.
Cuando llegó la votación en noviembre, 722.000 berlineses acudieron a las urnas, de los que 599.588 votaron a favor, no logrando alcanzar el porcentaje necesario,
quedando así invalidados tres años de trabajo. Taschner, resignado, lo
ve injusto y argumenta que, con solo 413.00 votos, el SPD tiene el 30 %
de los escaños de Abgeordnetenhaus, el parlamento local de Berlín.
«No
sé por qué, pero parece que el agua presenta una mayor implicación
emocional que la electricidad», reflexiona, «quizá sea debido a que la
puedes ver, tocar, parece más esencial para vivir…». Se consuela viendo
que en el resto de votaciones similares llevadas a cabo en Alemania el
éxito tampoco fue muy rotundo. Hamburgo, la mayor ciudad del país que ha
recuperado ambos servicios, tuvo también unos resultados muy ajustados.
Siguen intentado hacer lobby
para lograr sus objetivos, pero reconoce que sin la presión de la
votación, su capacidad de influencia ha sido mermada. Podrían intentar
de nuevo un referéndum cuando acabe la actual legislatura de Berlín,
pero por el tono de su voz —«esto no se hace en un fin de semana»— no
parece que entre en sus planes. La diferencia entre el éxito (666.000) y
el fracaso (599.000) está en unas pocas decenas de miles de votos.
Por
Skype, el profesor de la Universidad de Greenwich y uno de los mayores
expertos en la remunicipalización de los servicios de agua «en el norte y
el sur global», Emanuele Lobina,
explica que la tendencia se acelera. Analizando los números, se ve que
si «entre el 2005 y 2009 hubo 41 casos», desde entonces «ha habido 81».
«Se ha doblado; es impresionante»; sin embargo, aclara que «no solo
existe esto, pero es el chico nuevo del barrio y ha venido para
quedarse: ya se puede jugar a más cosas que a la privatización».
Países
tan dispares como Bélgica, Canadá, Francia, Alemania, Hungría, Italia,
EE UU, Albania, Argentina, Bolivia, Cabo Verde, China, India, Guinea,
Jordán, Uganda, Turquía, Tanzania, Venezuela… y también España. En su
opinión, este proceso ocurre por las promesas incumplidas —«tasas
insostenibles, niveles de inversión muy bajos para lo alto de las
tarifas y otros problemas»—, debidas a un motivo muy sencillo: «la
maximalización imperativa de dar el máximo retorno a sus accionistas que
existe en el sector privado, poniendo sistemáticamente sus intereses
por encima de las comunidades a las que deberían servir».
Para que
estos servicios vuelvan a las manos públicas, los gobiernos y
administraciones disponen de dos procesos estándares. Uno es dejar que
el contrato de concesión termine naturalmente y luego, sin enfrentar
ningún tipo de consecuencia judicial, recuperar el control. El otro es
finalizar el acuerdo de manera unilateral y esperar a que, ante un
tribunal internacional, la compañía damnificada denuncie a la ciudad por
las futuras ganancias perdidas. Lobina arguye que el hecho de que de
las 180 remunicipalizaciones, en más de 90 casos se haya optado por la
segunda vía, demuestra cuán lesiva resulta la gestión privada de los
servicios de agua. Según un estudio que todavía no han publicado, las
empresas «exageran en sus demandas para meter presión a los gobiernos
locales, pero solo suelen lograr un tercio de la indemnización exigida o
incluso se les niega».
Entre los más damnificados están los
habitantes de los países con bajos ingresos. Si en un país rico un
incremento del 25% puede ser impopular, en países con bajos ingresos las
promesas incumplidas y el aumento de las tarifas «pueden llevar a las
familias a tener que escoger entre alimentar a sus hijos o pagar la
factura del agua». «Los consumidores son más vulnerables debido a la
pobreza y las instituciones más frágiles», lo que hace más sencillo para
una gran compañía aprovecharse.
Que tengan cuidado. En los países
con bajos ingresos, el 62 % de los casos se terminó el contrato antes
de tiempo para acogerse a esa pequeña tendencia global que responde al
impronunciable nombre de remunicipalización.