domingo, 20 de marzo de 2022

Destrozar el estado.

 

Destrozar el estado, esa es la cuestión.

“Dios mío, ¿Qué es España?”




Durante la guerra civil, Indalecio Prieto declaró que si la República era derrotada la convivencia en España sería imposible durante cien años. Tiempo después el abolicionista de las ideologías, Gonzalo Fernández de la Mora, intentó demostrar el yerro de la afirmación del dirigente socialista presentando como ejemplo la sumisa convivencia de los sepulcros blanqueados del franquismo. Pero lo cierto es que en la última centuria, por no remontarnos más en el tiempo, y salvo el paréntesis republicano, la historia ha estado paralizada, esa historia de España que, según Gil de Biedma, es la peor de todas las historias porque acaba mal. La Transición significó lo que etimológicamente manifiesta: continuidad, y que sus muñidores desde dentro del sistema acotaron en términos políticos: ir de la legalidad a la legalidad. Como la legalidad de la que se partía era la insurrección militar contra el poder democráticamente establecido, se ha de suponer que el poder se legitimiza a sí mismo por el hecho de serlo. De ahí el espíritu de aquella reforma política bajo la figura conceptual de que todo lo que dura está justificado hasta cierto punto.

El poder que interrumpió por la fuerza la regeneración del país que supuso el quinquenio republicano y que consolidó piedra a piedra su influencia durante cuarenta años mantuvo el control con otro atrezzo. El poder siempre es el mismo y tiende insensiblemente a concentrarse, no a difundirse, y a lo incondicionado. Es el poder de las minorías sociales económicas y financieras que tradicionalmente patrimonializan la nación subordinando las hechuras institucionales y la función política a sus intereses. Ello produce la tendencia del régimen de poder a debilitar los instrumentos de autodefensa de las mayorías sociales y sustituir los proyectos de nación por la defensa de sus réditos.

Tal estado de cosas necesita ser mantenido haciendo de la política un ejercicio de simulación dentro de unas estructuras cerradas que estiman que la democracia es un ente volandero que puede ser salvada al margen de aquello que debe constituirla. Esa rigidez del sistema causado por las minorías organizadas fue lo que se llamó otrora el “problema español” y que tanta voluntad pusieron los regeneracionistas en constreñirlo. El grito de Ortega y Gasset: “Dios mío, ¿qué es España?” prueba que el llamado “problema español” no era una preocupación metafísica sino que tenía que ver con las formas de organización social y política, con las formas de convivir y los modos de estar instalados respecto a la ciencia, el progreso, a la misma memoria histórica, y, sobre todo, al futuro. La del 98 fue una generación que buscó una respuesta nacional, que intentó una interpretación nacional y tuvo el valor de comprometer en esa indagación a los pensadores de las generaciones posteriores. La persistencia del problema obligaba a mantener el análisis en términos cada vez más dramáticos.

Hoy vivimos la crisis sistémica de la democracia débil que procuró la Transición en España para preservar los intereses económicos y estamentales del período anterior y que se vertebró mediante la desconfianza al escrutinio de la sociedad y contra el pensamiento a cambio del derecho positivo y la escolástica. Esto demandaba un concepto oligárquico de las instituciones y los partidos para evitar la penetración del pensamiento crítico e ideológico y mantener el sistema a través de un pragmatismo adaptativo al régimen de poder.

La corrupción sobrevenida y que nos ahoga brota, como consecuencia, de un sistema donde los valores han sido rebajados a prejuicios para poder prescindir de ellos. Relativismo moral como tolerancia, y tolerancia equivalente a que todo vale y todo es negociable. Las acciones más rechazables adquieren una rara respetabilidad cuando las perpetran las élites, las clases instaladas. Esa reducción metódica de la corrupción al ámbito político es una sinécdoque y no refleja el problema de fondo. La corrupción que vemos en la política, porque allí van los haces de luz, no es la expresión singular y excepcional de un gobierno o un partido, sino el correlato fiel de una situación histórico-social bien determinada.

Luca Prodan afirmaba que cuando dicen que el poder corrompe, hay que ver siempre quien es el que llega al poder, a tener poder. Quizá no es que lo corrompió el poder, sino que siempre estuvo corrompido. Es el mismo silogismo que el del enterrador shakesperiano requerido por Hamlet para que le aclare el tiempo que tarda un cadáver en corromperse y que antepone la consideración de que no estuviera putrefacto antes de morir. Porque más grave que el sistema esté corrompido es que la corrupción sea el sistema. Cuando el propósito de la acción política es desautorizar y demoler al Estado en favor del poder intimidatorio del dinero, existe un ostracismo permanente de la centralidad cívica y ética en la vida pública.

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