“Dios mío, ¿Qué es España?”
Durante la guerra civil, Indalecio Prieto declaró que si
la República era derrotada la convivencia en España sería imposible
durante cien años. Tiempo después el abolicionista de las ideologías,
Gonzalo Fernández de la Mora, intentó demostrar el yerro de la
afirmación del dirigente socialista presentando como ejemplo la sumisa
convivencia de los sepulcros blanqueados del franquismo. Pero lo cierto
es que en la última centuria, por no remontarnos más en el tiempo, y
salvo el paréntesis republicano, la historia ha estado paralizada, esa
historia de España que, según Gil de Biedma, es la peor de todas las
historias porque acaba mal. La Transición significó lo que
etimológicamente manifiesta: continuidad, y que sus muñidores desde
dentro del sistema acotaron en términos políticos: ir de la legalidad a
la legalidad. Como la legalidad de la que se partía era la insurrección
militar contra el poder democráticamente establecido, se ha de suponer
que el poder se legitimiza a sí mismo por el hecho de serlo. De ahí el
espíritu de aquella reforma política bajo la figura conceptual de que
todo lo que dura está justificado hasta cierto punto.
El poder que interrumpió por la fuerza la regeneración del país que
supuso el quinquenio republicano y que consolidó piedra a piedra su
influencia durante cuarenta años mantuvo el control con otro atrezzo. El
poder siempre es el mismo y tiende insensiblemente a concentrarse, no a
difundirse, y a lo incondicionado. Es el poder de las minorías sociales
económicas y financieras que tradicionalmente patrimonializan la nación
subordinando las hechuras institucionales y la función política a sus
intereses. Ello produce la tendencia del régimen de poder a debilitar
los instrumentos de autodefensa de las mayorías sociales y sustituir los
proyectos de nación por la defensa de sus réditos.
Tal estado de cosas necesita ser mantenido haciendo de la política un
ejercicio de simulación dentro de unas estructuras cerradas que estiman
que la democracia es un ente volandero que puede ser salvada al margen
de aquello que debe constituirla. Esa rigidez del sistema causado por
las minorías organizadas fue lo que se llamó otrora el “problema
español” y que tanta voluntad pusieron los regeneracionistas en
constreñirlo. El grito de Ortega y Gasset: “Dios mío, ¿qué es España?”
prueba que el llamado “problema español” no era una preocupación
metafísica sino que tenía que ver con las formas de organización social y
política, con las formas de convivir y los modos de estar instalados
respecto a la ciencia, el progreso, a la misma memoria histórica, y,
sobre todo, al futuro. La del 98 fue una generación que buscó una
respuesta nacional, que intentó una interpretación nacional y tuvo el
valor de comprometer en esa indagación a los pensadores de las
generaciones posteriores. La persistencia del problema obligaba a
mantener el análisis en términos cada vez más dramáticos.
Hoy vivimos la crisis sistémica de la democracia débil que procuró la
Transición en España para preservar los intereses económicos y
estamentales del período anterior y que se vertebró mediante la
desconfianza al escrutinio de la sociedad y contra el pensamiento a
cambio del derecho positivo y la escolástica. Esto demandaba un concepto
oligárquico de las instituciones y los partidos para evitar la
penetración del pensamiento crítico e ideológico y mantener el sistema a
través de un pragmatismo adaptativo al régimen de poder.
La corrupción sobrevenida y que nos ahoga brota, como consecuencia,
de un sistema donde los valores han sido rebajados a prejuicios para
poder prescindir de ellos. Relativismo moral como tolerancia, y
tolerancia equivalente a que todo vale y todo es negociable. Las
acciones más rechazables adquieren una rara respetabilidad cuando las
perpetran las élites, las clases instaladas. Esa reducción metódica de
la corrupción al ámbito político es una sinécdoque y no refleja el
problema de fondo. La corrupción que vemos en la política, porque allí
van los haces de luz, no es la expresión singular y excepcional de un
gobierno o un partido, sino el correlato fiel de una situación
histórico-social bien determinada.
Luca Prodan afirmaba que cuando dicen que el poder corrompe, hay que
ver siempre quien es el que llega al poder, a tener poder. Quizá no es
que lo corrompió el poder, sino que siempre estuvo corrompido. Es el
mismo silogismo que el del enterrador shakesperiano requerido por Hamlet
para que le aclare el tiempo que tarda un cadáver en corromperse y que
antepone la consideración de que no estuviera putrefacto antes de morir.
Porque más grave que el sistema esté corrompido es que la corrupción
sea el sistema. Cuando el propósito de la acción política es
desautorizar y demoler al Estado en favor del poder intimidatorio del
dinero, existe un ostracismo permanente de la centralidad cívica y ética
en la vida pública.
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