Patente de corso
El perro de Rocroi
19 de mayo de 1643
La vida concede ciertos privilegios, y tener algunos amigos leales, sólidos como rocas, es uno de los míos.
Entre ellos se cuenta el mejor de los pintores de batallas españoles
vivos: se llama Augusto Ferrer-Dalmau, y llegué a su amistad por el
camino más corto: la admiración que siento por su obra. Un día fui a una
exposición suya y se lo dije. Le hablé de cómo, en mi opinión, su
pintura continúa y renueva una tradición clásica que en España, con
breves excepciones, tuvo escasa fortuna. Pocos de nuestros pintores se
ocuparon de un género que en Francia tuvo a Meissonier y a Detaille, y
en Inglaterra a Caton Woodville. Por ejemplo.
Ahora Ferrer-Dalmau ha terminado un cuadro espléndido,
que estos días puede admirarse en una exposición que sobre su obra y la
de su paisano Cusachs se celebra en el venerable edificio de Capitanía
de Madrid, esquina de Mayor con Bailén. Se llama `Rocroi. El último
tercio´, y narra -pintar con talento es una forma de narrar tan eficaz
como otra cualquiera- la situación en el campo de batalla de Rocroi
hacia las diez de la mañana del 19 de mayo de 1643, cuando los veteranos
de la destrozada infantería española, formando el último cuadro,
esperaban impasibles el ataque final de la artillería y la caballería
francesas. Último ataque, éste, que no llegó a producirse. Admirado el
duque de Enghien por la resistencia de los españoles -murallas humanas,
los llamaría Bossuet- permitió a los supervivientes capitular con todos
los honores, en los términos que se concedían a las guarniciones de
plazas fuertes.
El cuadro de Rocroi tiene para mí un sentido
especial, pues nació de una conversación con el pintor mientras
despachábamos un cordero con cuscús en un restaurante de Madrid. Un
lienzo crepuscular, fue la idea, que reflejase la soledad y el ocaso, la
derrota orgullosa, el impávido final simbólico de la fiel infantería
que durante dos siglos, desde los Reyes Católicos a Felipe IV, hizo
temblar a Europa. El retrato riguroso de aquellos soldados empujados por
el hambre, la ambición o la aventura, que acuchillaron el mundo
caminando tras las viejas banderas, desde las junglas americanas a las
orillas lejanas del Mediterráneo, de las costas de Irlanda e Inglaterra a
los diques de Flandes y las llanuras de Europa central: hombres
brutales, crueles, arrogantes, amotinadizos y broncos, sólo
disciplinados bajo el fuego, que todo lo soportaban en cualquier
degüello o asedio, pero que a nadie -ni siquiera a su rey- toleraban que
les alzase la voz.
Mete un perro en el cuadro, sugerí más tarde, cuando el artista me mostró los primeros bocetos:
uno que, como sus amos, se mantenga erguido esperando el final. Un
chucho español flaco, pulgoso, bastardo, que siguió a los soldados por
los campos de batalla y que ahora, acogido también al último cuadro,
abandonado por su patria y sin otro amparo que sus colmillos, sus
redaños y los viejos camaradas, espera resignado el final. Y píntalo tan
desafiante y cansado como ellos.
A Ferrer-Dalmau le gustó la idea.
Y ahora he visto el cuadro acabado, y el perro está ahí, en el centro,
entre un veterano de barba gris y un joven tambor de trece o catorce
años que el artista ha pintado rubio porque, naturalmente, es hijo de
madre holandesa y de medio tercio. En el lienzo no figura el nombre del
perro; pero Ferrer-Dalmau y yo sabemos que se llama Canelo y es un cruce
de podenco y galgo español de hocico largo y melancólico, firme sobre
sus cuatro patas, arrimado a sus amos mientras mira las formaciones
enemigas que se acercan entre el humo de la pólvora, dispuestas al
ataque final. Vuelto a los franceses como diciéndose a sí mismo: hasta
aquí hemos llegado, colega. Es hora de vender caro, a ladridos y
dentelladas, el zurcido pellejo. El cuadro es soberbio, como digo. O me
lo parece.
Retrata a la pobre y dura España de toda la vida:
el soldado ciego con una espada en la mano, al que un compañero
mantiene de pie y vuelto hacia el enemigo; los que rematan sañudos a los
franceses moribundos; el tranquilo arcabucero que sopla la mecha para
el último disparo; el desordenado palilleo de picas que eriza la
formación, tan diferente a las victoriosas lanzas que pintó Velázquez. Y
sobre todo, la expresión de los soldados que miran al
enemigo-espectador con rencor asesino. Acércate, parecen decir. Si
tienes huevos. Ven a que te raje, cabrón, mientras nos vamos juntos al
infierno. Realmente da miedo acercarse a esos hombres; y uno entiende
que les ofrecieran rendirse con honor antes que pagar el precio por
exterminarlos uno a uno. Son tan auténticos como el buen Canelo:
españoles desesperados, tirados como perros, olvidados de Dios y de su
rey. Y pese a todo, arrogantes hasta el final, fieles a su reputación,
temibles hasta en la derrota. Peligrosos y homicidas como la madre que
nos parió.
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