Recogido de cartas al director en el "Heraldo del Henares"
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Diálogo entre el inmigrante Habyarimana y la ministra de sanidad
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La
prueba del carácter imaginario, aunque verosímil, de esta conversación
es que jamás un ministro concedería audiencia a un ciudadano, menos a
uno de segunda categoría.
Con rostro enjuto, piel cobriza y gesto extraordinariamente tímido se acercó el peón Habyarimana al Ministerio de sanidad, dispuesto a hablar personalmente con la Ministra. Tras forcejear con los escoltas y gracias a que el gerente de una importante constructora, que se encontraba casualmente allí, lo había reconocido, logró acceder a su despacho. – Perdone, Sra. Ministra, mi nombre es Habyarimana, y tengo necesidad imperiosa de hablar con usted. – ¿Qué se le ofrece señor Habarimana? –contestó desde su confortable sillón provenzal Ana Mato, molesta por la dificultad endiablada de pronunciar aquel nombre–. Le ruego sea breve, aún me queda por despachar una multitud de asuntos. – Le reitero mis disculpas, no es mi intención hacerle perder el tiempo, iré al grano. Tengo el VIH desde hace dos años y estoy en tratamiento de antirretrovirales. Gracias a ellos aún me conservo con vida. – ¿Y cuál es el problema? – Que no encuentro trabajo por más que busco y me es imposible darme de alta en la seguridad social. Aunque estoy empadronado en un pueblecito de Murcia, donde trabajé durante más de cinco años de peón de albañil para una constructora, P.M. S.A., el doctor Martínez se niega a atenderme y le echa la culpa a usted. Me dice algo de un decreto según el cual con empadronarse no sería suficiente para obtener la tarjeta sanitaria. Estoy seguro de que me miente ese matasanos. Necesito Sra. Ministra ese tratamiento o moriré -y el verbo gimió en el aire como una sentencia. – Pues me temo que le ha dicho la verdad. Comprendo su preocupación señor Habarimana, pero habrá oído en los noticiarios que tenemos un enorme déficit público y gracias a esa medida pretendemos ahorrar 500 millones de euros. – Si no le importa -precisó con determinación no exenta de humildad- es Habyarimana, que significa "el engendrado de Dios" en mi idioma. Perdone mi atrevimiento, pero según cálculos de expertos citados en el diario el País -en mis ratos libres me gusta leer en su idioma- en la hipótesis más favorable para usted el ahorro sería de 240 millones, menos de la mitad. – Da igual –respondió hoscamente sin poder disimular el malestar que le causaba que un irregular se atreviera a contradecirla– son muchos millones en cualquier caso. Aunque no lo entienda, este tipo de medidas tranquilizan a los mercados. – Pero estamos hablando de mi vida Sra. Ministra y de la de 150.000 personas. ¿Quiere decir que un país democrático, que reconoce los derechos humanos en su constitución y que ha firmado todos los tratados internacionales nos dejará desamparados ante la enfermedad tan solo para disminuir la prima de riesgo? – No crea que para mí es un plato de gusto, pero comprenda que la situación económica lo requiere. Es una cuestión de responsabilidad –concluyó taxativa. – No quisiera parecer insolente Sra. Ministra, pero ustedes, en Abril del 2012, votaron en contra de instaurar un impuesto a las grandes fortunas, del que se habrían recaudado mucho más de 500 millones de euros. ¿Quiere decir que liberar a los más ricos de una pequeña carga le importa más que la salud de 150.000 personas?, ¿le parece mejor rescatar a los bancos de una quiebra merecida que a sus víctimas, los más pobres, de una muerte no merecida? La ministra, entre aturdida y violenta por la osadía de aquel joven inmigrante le espetó iracunda: ¡pero ellos crean riqueza y ustedes no! – No sé si le dije antes que he sido albañil desde que llegué a España. ¿Quién cree Sra. Ministra que ha construido las miles de viviendas, naves, escuelas, chalets y hospitales en los años de bonanza sino gente miserable como yo? Y si no es bastante con la contribución de nuestro esfuerzo, sepa que soy de Rwanda –y al decir Rwanda una mueca de sutil orgullo iluminó sus ojos. – ¿Qué tiene que ver Rwanda en todo esto? – Que parte de la riqueza de mi tierra, una tierra colmada de minerales, está en países como el suyo. El ordenador que reposa sobre su mesa y el móvil que tiene en su bolso se fabrican con coltán de las minas de mi país. Y son las grandes corporaciones las que lo explotan a cambio de un pequeño porcentaje que ofrecen como soborno a mi gobierno. Si los ingresos retornaran allí no tendría que estar ahora suplicándole que me ayudara. – Eso dígaselo a su gobierno corrupto, no a mí. – Sus empresas hablan con mi gobierno, yo no. No se enoje conmigo ni crea que he venido a discutir con usted. Pero, ya que me dice que es una cuestión de contabilidad, ¿ha tenido en cuenta que esta medida saturará las urgencias, donde el coste por paciente es mayor y es más frecuente la hospitalización?, ¿ha calculado el valor económico y el riesgo para la salud pública que representarán enfermedades infecciosas, como la tuberculosis o la malaria, si quedan fuera de control sanitario? Ana Mato ya no aguantaba más a aquel ilegal impertinente y haciendo honor a su apellido le espetó con sequedad: –No le corresponde a usted gobernar, sino a nosotros, señor como se llame. – Jamás vendría a molestarla con mi charla, pero es que me estoy muriendo -al decirlo todo el terror y la angustia largo tiempo contenida se precipitaron en su rostro-. ¿Comprende lo que eso significa? ¡Mire mis manos, las manchas de mi piel, tengo llagas en la boca, un simple resfriado se puede convertir en neumonía...! – Le repito que lo lamento, no está regularizado y la gente como usted suele abusar de la sanidad pública. Han convertido la sanidad en turismo. Tiene suerte de que lo escuche y no lo mande deportar en este mismo instante. – Se equivoca Sra. Ministra -su tono asertivo denotaba un cierto nerviosismo, tal vez debido a la percepción de la falta de compasión de la Ministra-, usted se refiere a quienes vienen de países ricos atraídos por la gratuidad y prestigio de la sanidad española, yo vine en una patera huyendo de la miseria. Los que venimos de África estamos sanos, pues de otro modo moriríamos en el camino. Nos están condenando a muerte con mentiras. Sabe de sobra que según las estadísticas oficiales mientras el 57,7 por ciento de los españoles utilizaron su centro de salud el año pasado sólo el 12 por ciento de los inmigrantes lo hicieron. – Le ordeno que se marche sr. Habarimana, ya ha podido expresar su opinión. Está empezando a agotar mi paciencia. – Ayúdeme Sra. Ministra, se lo ruego –una insoportable sensación de impotencia contraía sus facciones y le desgarraba la voz– ¡No lo haga por mí, hágalo por mis hijos!, ¿qué futuro les espera si muero?, ¡hágalo por mi familia en Rwanda!, ¿cómo podrán sobrevivir si no les ayudo?, ¿qué será de mis padres, de mis amigos, de mis parientes? ¡Hágalo por mi mujer, también está en paro, acabará haciendo la calle si no encuentra otra forma de mantener a los niños! – ¡Guardias! ¡Guardias! llévense a este hombre, apártenlo de mi vista y deténganlo, si es necesario, por desacato! Y los policías se llevaron a aquel hombre a la fuerza mientras el eco de su ruego desesperado retumbaba, como un letal repique de tambores, por los pasillos del Ministerio: ¡No me deje morir, por el amor de Dios, soy un ser humano,…! Quince meses después de este encuentro, un domingo por la mañana en misa de doce ocurrió algo extraño y ciertamente perturbador mientras la Sra. Ana Mato, católica desde niña, escuchaba el sermón en la catedral de la Almudena, un chico de color caoba, de unos trece años de edad, visiblemente compungido vino hacia el banco donde estaba sentada. Los guardaespaldas trataron de impedirlo pero ella los frenó, no era decoroso en la iglesia protagonizar una escena tan poco edificante como la detención de un niño. Cuando lo tuvo delante, tanto su osadía –abordar nada menos que a una Ministra en la iglesia– como la expresión de sus ojos, le hicieron recordar a alguien que hacía mucho tiempo había pasado por su despacho. Era sin duda el hijo de aquel ruandés con sida, el tal Habyarimana. Por el dolor que se reflejaba en su rostro adivinó el reciente fallecimiento de su padre y se sintió turbada al ver la seriedad de adulto en aquellos ojos adolescentes. – ¿Qué es lo que quieres de mí muchacho? Y el muchacho, con mirada afligida y penetrante, le respondió: “Porque tuve hambre y me diste de comer, estaba desnudo y me abrigaste, enfermo y me curaste, sin techo y me alojaste en tu casa. Porque cuanto hiciste con cada uno de estos más débiles, lo hiciste conmigo” Y Ana Mato, al darse cuenta de quién era el hombre que verdaderamente estuvo en su despacho, lloró amargamente. Feliciano Mayorga Tarriño Filósofo y escritor. |
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