Voy a responderte, pero te advierto, si algún creyente fundamentalista lee esto, va a sentir que le están arrancando el piso bajo los pies.
La Biblia no “bajó del cielo”, es un collage histórico. La Biblia no nació en un solo lugar, ni en un solo tiempo, ni de una sola pluma, y mucho menos fue dictada por ningún ser etéreo. Es una compilación heterogénea de textos redactados, editados, mutilados y reescritos durante más de 1,200 años, entre el siglo X a.C. y el II d.C.
La llamada “Biblia hebrea” (Tanaj) no existía como tal hasta que el judaísmo rabínico, tras la destrucción del Segundo Templo en el año 70 d.C. fijó un canon. Antes de eso, coexistían múltiples versiones, tradiciones orales y textos paralelos que ni siquiera se ponían de acuerdo entre sí. La arqueología textual (véanse los Manuscritos del Mar Muerto, descubiertos en Qumrán, 1947) demuestra que había variantes enormes de los mismos relatos; hubo varios Génesis, varios Éxodos y varios Salmos. Esto destruye la idea simplona de “un único texto original”. Quien siga repitiendo eso está viviendo en Disneylandia teológica (Vermes, 2012; Tov, 2012).
El Antiguo Testamento es plagio, reedición y propaganda. El llamado Antiguo Testamento es un Frankenstein literario. La arqueología bíblica moderna (Finkelstein & Silberman, 2001) muestra que textos como Génesis, Éxodo y Josué son compilaciones tardías de tradiciones orales mesopotámicas, cananeas y egipcias. La epopeya de Gilgamesh (siglo XVIII a.C.) ya contenía el relato del diluvio miles de años antes de Noé; las leyes de Hammurabi (siglo XVIII a.C.) anteceden por siglos al Decálogo; y el mito ugarítico de Baal-El-Shamem es la raíz directa de pasajes del Pentateuco.
De hecho, el Yahvéh “único” fue originalmente un dios tribal menor del panteón cananeo (Smith, 2002). La “historia sagrada” de Moisés y la conquista de Canaán no es más que propaganda política de las élites sacerdotales de Jerusalén durante el siglo VII a.C., diseñada para unificar identidades bajo Josías (2 Reyes 22). Si alguien aún cree que “todo pasó tal cual lo dice la Biblia”, que se compre un casco de aluminio, Jericó estaba deshabitada en la supuesta época de Josué (Kenyon, 1957; Mazar, 2007).
El Nuevo Testamento es un caos de censura y marketing religioso. El Nuevo Testamento no es un libro unitario, es una selección arbitraria hecha por hombres con intereses políticos y teológicos. Entre el siglo I y el IV circularon decenas de evangelios, cartas y apocalipsis, como el Evangelio de Tomás, el de Pedro, el de Felipe, el de María Magdalena, los Hechos de Pablo, el Apocalipsis de Pedro, etc.
Los 27 textos que hoy conocemos fueron elegidos, modificados y canonizados entre el 150 y el 400 d.C. por comunidades cristianas rivales, hasta que el Concilio de Cartago (397) cerró el paquete; pese a ello, las Iglesias orientales no aceptaron exactamente el mismo canon (Ehrman, 2005).
Las cartas “auténticas” de Pablo (sólo 7 de las 13 atribuidas a él) son las primeras que tenemos, y ni siquiera describen a un Jesús histórico, hablan de un Cristo místico, celestial y teológico. Los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo, Lucas) aparecen 40 a 70 años después de la crucifixión y plagian fuentes comunes como “Q”, hoy perdida. Así que no, no eran testigos presenciales, eran redactores tardíos ajustando la narrativa.
La Biblia fue definida por el poder, no por “inspiración divina”. El mito de que la Biblia es “palabra de Dios” fue inventado por obispos, emperadores y concilios que tenían más intereses geopolíticos que preocupaciones espirituales. Constantino I, emperador romano, convocó el Concilio de Nicea en el año 325 d.C. para unificar la doctrina cristiana y evitar que las disputas teológicas fragmentaran el imperio. Aquí se definieron credos, se persiguieron herejías y se empezó a depurar el canon.
La llamada “ortodoxia” no surgió por revelación divina, sino porque los vencedores quemaron las bibliotecas de los perdedores; y así los gnósticos, los ebionitas y los arrianos quedaron aniquilados. Quien hoy diga que la Biblia es “la única palabra verdadera” ignora que hubo decenas de “palabras verdaderas” suprimidas a la fuerza. La “inspiración” que sí existió fue la de usar la religión como pegamento imperial (Pagels, 1979; Ehrman, 2011).
Elaborada de manuscritos, traducciones y adulteraciones constantes. Ni siquiera la Biblia actual es “la Biblia original” (ojo: no existe tal cosa). Los textos más antiguos sobrevivientes del Antiguo Testamento datan del siglo II a.C. y del Nuevo, del siglo II d.C., como los papiros P52 y P46. Entre ellos y las Biblias modernas hay miles de interpolaciones, censuras y errores de copistas.
Ejemplos como el famoso pasaje de la adúltera (“El que esté libre de pecado…” – Juan 8:1-11) no aparece en los manuscritos más antiguos; el “Comma Johanneum” (1 Juan 5:7), usado para defender la Trinidad, fue insertado en la Edad Media; y el final largo de Marcos (16:9-20) es un añadido posterior para justificar la resurrección. Todo esto está documentado en la crítica textual moderna (Metzger & Ehrman, 2005). Así que no, mi querido aficionado bíblico, la Reina-Valera 1960 no es “palabra de Dios”, sino “palabra de siglos de ediciones interesadas, errores humanos y propaganda política”.
La Biblia es historia, poder y mito, no revelación. La Biblia nació en la tensión entre tribus, imperios y sectas, no en un rayo místico de iluminación. Es un documento histórico invaluable, pero historia y verdad no son sinónimos. Su estudio serio exige crítica textual, arqueología y filología comparada, no fe ciega ni teorías conspirativas sobre códigos secretos.
La evidencia arqueológica, filológica y paleográfica es brutal; no hay un texto puro, no hay autor único, no hay mensaje uniforme. Es un monumento a cómo sociedades antiguas construyeron relatos, negociaron poder y manipularon símbolos. Así que, cuando alguien dice que “la Biblia dice la verdad porque es la palabra de Dios”, la respuesta académica es "demuestra primero que Dios existe y que le dictó algo a alguien". Buena suerte con eso.

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