Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (XX)
Y ahora, ante el episodio más espectacular de nuestra
historia, imaginen los motivos. Usted, por ejemplo, es un labriego
extremeño, vasco, castellano. De donde sea. Pongamos que se llama Pepe, y
que riega con sudor una tierra dura e ingrata de la que saca para
malvivir; y eso, además, se lo soplan los Montoros de la época, los
nobles convertidos en sanguijuelas y la Iglesia con sus latifundios,
diezmos y primicias. Y usted, como sus padres y abuelos, y también como
sus hijos y nietos, sabe que no saldrá de eso en la puñetera vida, y que
su destino eterno en esta España miserable será agachar la cabeza ante
el recaudador, lamer las botas del noble o besar la mano del cura, que
encima le dice a su señora, en el confesionario, cómo se te ocurre
hacerle eso a tu marido, que te vas a condenar por pecadora. Y nuestro
pobre hombre está en ello, cavilando si no será mejor reunir la mala
leche propia de su maltratada raza, juntarla con el carácter sobrio,
duro y violento que le dejaron ocho siglos de acuchillarse con moros,
saquear el palacio del noble, quemar la iglesia con el cura dentro y
colgar al recaudador de impuestos de una encina, y luego que salga el
sol por Antequera. Y en eso está, afilando la hoz para segar algo más
que trigo, dispuesto a llevárselo todo por delante, cuando llega su
primo Manolo y dice: chaval, han descubierto un sitio que se llama las
Indias, o América, o como te salga de los huevos porque está sin
llamarlo todavía, y dicen que está lleno de oro, plata, tierras nuevas e
indias que tragan. Sólo hay que ir allí, y jugársela: o revientas o
vuelves millonetis. Y lo de reventar ya lo tienes seguro aquí, así que
tú mismo. Vente a Alemania, Pepe. De manera que nuestro hombre dice:
pues bueno, pues vale. De perdidos, a las Indias. Y allí desembarcan
unos cuantos centenares de Manolos, Pacos, Pepes, Ignacios, Jorges,
Santiagos y Vicentes dispuestos a eso: a hacerse ricos a sangre y fuego o
a dejarse el pellejo en ello, haciendo lo que le canta el gentil
mancebo a don Quijote: A la guerra me lleva / mi necesidad. / Si hubiera dineros / no iría, en verdad.
Y esos magníficos animales, duros y crueles como la tierra que los
parió, incapaces de tener con el mundo la piedad que éste no tuvo con
ellos, desembarcan en playas desconocidas, caminan por selvas hostiles
comidos de fiebre, vadean ríos llenos de caimanes, marchan bajo
aguaceros, sequías y calores terribles con sus armas y corazas, con sus
medallas de santos y escapularios al cuello, sus supersticiones, sus
brutalidades, miedos y odios. Y así, pelean con indios, matan, violan,
saquean, esclavizan, persiguen la quimera del oro de sus sueños,
descubren ciudades, destruyen civilizaciones y pagan el precio que
estaban dispuestos a pagar: mueren en pantanos y selvas, son devorados
por tribus caníbales o sacrificados en altares de ídolos extraños,
pelean solos o en grupo gritando su miedo, su desesperación y su coraje;
y en los ratos libres, por no perder la costumbre, se matan unos a
otros, navarros contra aragoneses, valencianos contra castellanos,
andaluces contra gallegos, maricón el último, llevando a donde van las
mismas viejas rencillas, los odios, la violencia, la marca de Caín que
todo español lleva en su memoria genética. Y así, Hernán Cortés y su
gente conquistan México, y Pizarro el Perú, y Núñez de Balboa llega al
Pacífico, y otros muchos se pierden en la selva y en el olvido. Y unos
pocos vuelven ricos a su pueblo, viejos y llenos de cicatrices; pero la
mayor parte se queda allí, en el fondo de los ríos, en templos manchados
de sangre, en tumbas olvidadas y cubiertas de maleza. Y los que no
palman a manos de sus mismos compañeros, acaban ejecutados por
sublevarse contra el virrey, por ir a su aire, por arrogancia, por
ambición; o, tras conquistar imperios, terminan mendigando a la puerta
de las iglesias, mientras a las tierras que descubrieron con su sangre y
peligros llega ahora desde España una nube parásita de funcionarios
reales, de recaudadores, de curas, de explotadores de minas y tierras,
de buitres dispuestos a hacerse cargo del asunto. Pero aun así, sin
pretenderlo, preñando a las indias y casándose con ellas -en lugar de
exterminarlas, como en el norte harían los anglosajones-, bautizando a
sus hijos y haciéndolos suyos, emparentando con guerreros valientes y
fieles que, como los tlaxcaltecas, no los abandonaron en las noches
tristes de matanza y derrota, toda esa panda de admirables hijos de puta
crea un mundo nuevo por el que se extiende una lengua poderosa y
magnífica llamada castellana, allí española, que hoy hablan 500 millones
de personas y de la que el mejicano Carlos Fuentes dijo: «Se llevaron el oro, pero nos trajeron el oro».
[Continuará].
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