“Nos fusilaron al amanecer, nos
fusilaron mal. El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros
con el
estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas,
las manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya
mencionado “ábrete Sésamo” de los vencedores de batallas. El frío y la
lluvia calaba los huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y
sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita:
“¡Apunten! ¡Fuego!”, apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos
sobre otros. Catorce saltos grotescos en aquel frío atardecer del mes de
diciembre. Las gallinas tuvieron poco tiempo para respirar, el que
emplearon los del piquete de ejecución en apretar sus gatillos. Y sobre
la tierra empapada por la lluvia nuestros cuerpos agotados de luchar día
a día. [...] Catorce madres esperando el regreso de catorce hijos. No
hubo tiro de gracia. Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres
jóvenes, ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por
las manos de los moros corría la sangre de las gallinas que acababan de
degollar. Hasta mis oídos llegaban las carcajadas de los verdugos
mezcladas con el gemido apagado de uno de los hombres abatidos. Ellos,
los verdugos, bañaban su garganta con vino, la mía estaba seca por el
terror. No puedo calcular el tiempo que permanecí inmóvil. Los moros,
después de asar y comerse las gallinas, se fueron. Estaba amaneciendo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario