Para llegar al verdadero “Cortijo de los Asombros” hay que preguntarle la ubicación a los lugareños, aunque en julio, a más de 40 grados, no abundan por los caminos. Decido retomar mi camino en coche y paro en un viejo y solitario bar de carretera. No hay clientes y el anciano dueño lee el Marca por encima de sus gafas. Llego sudando y le pido agua fresca. Como es una zona remota, tampoco tengo señal de internet y le pregunto.
- - Perdone, ¿hay wifi?
- - ¿Hay qué? - me replica impasible.
- Se hace el silencio y los dos nos estudiamos con la mirada, como dos pistoleros antes de un duelo. Yo creyendo que en cualquier momento me confesará que está bromeando y él esperando que le repita la pregunta. Finalmente es el propio mesonero el que rompe el incómodo silencio y me contesta:
- - Hay... lo que hay en la carta.
- Antes de entrar en la barra se da la vuelta y exclama:
- - ¡Bueno! También hay salmorejo fresquito, que eso no lo tenemos apuntado.
- - El agua estará bien - concluyo.
Como el hombre está ocioso, le saco el tema de los suicidios en la zona y se pasa un buen rato contándome casos. Él también tiene una teoría: "Eso es cosa de La Tiñosa, que nos pilla en medio y la gente se vuelve loca". Se refiere al nombre del monte situado en la sierra, casi en el centro del triángulo de los suicidas. Es curioso comprobar cómo en cada pueblo tienen distintos argumentos no contrastados para explicar el fenómeno de los suicidios.
Finalmente le pregunto por la ubicación del "Cortijo de los Asombros". Me indica que hay que desviarse por Quiroga, un camino rural sin asfaltar, pero me advierte: "Yo no iría allí. Pasan cosas raras y yo creo mucho en esos temas. Dicen que se oyen voces y que hay arenas de esas que se tragan a la gente. Hasta los árboles son malos. Allí se suicidaron muchas criaturitas y nadie ha vuelto a vivir allí. Por los espíritus, se entiende..."
Agradezco la información al dueño del bar y emprendo mi camino hacia el misterioso cortijo. Soy demasiado escéptico para creer en estas cosas. Aun y así, cuando llego me invade un escalofrío. Se trata de un paraje inhóspito y abandonado, sobre un cerro alejado de cualquier vestigio de civilización. Rodeada (cómo no) de olivos, una vieja casa derrumbada e invadida por la vegetación domina el paisaje.
Tal y como me advirtió el mesonero, los árboles hablan. Y muy fuerte. Pero todo tiene una explicación. Las copas están llenas de cigarras (o chicharras, como las llaman en Córdoba). La cantidad de estos ruidosos insectos es tan ingente que el sonido es casi insoportable. Parecen corrientes eléctricas. También me advirtió el dueño del bar que las arenas movedizas se tragaban a la gente. Tampoco me engañaba. El terreno arcilloso es tan débil y profundo que los pies se hunden casi 20 centímetros. Intento salir de la zona con mis pies embarrados y en mi esfuerzo salgo despedido hacia un árbol, cuyas ramas son tan finas y largas que me rajan la piel. Una vez más, aquel señor no me mentía: los árboles atacan. Todo tiene una explicación científica, pero salgo de allí pensando que si no fuese yo tan escéptico estaría muerto de miedo y le daría total credibilidad a todas las leyendas que circulan sobre la zona. La comarca es cuna de mitos, leyendas, santones y curanderos. Las explicaciones sobrenaturales son, para los lugareños, tan válidas como las científicas.